Innovación tecnológica y cambio generacional

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Una anécdota real. Hace un par de años, en pleno encierro pandémico, impartí un seminario en formato on-line a través de uno de los programas más ampliamente usados para este tipo de actividades. En el ínterin entre dos sesiones el programa experimentó una de sus constantes actualizaciones, que se produjo de forma automática en los ordenadores de todos los usuarios. A causa del cambio, los organizadores del seminario nos pidieron que nos conectáramos a la siguiente clase con cierta antelación para asegurarnos de que todo funcionaba bien. Pero (como casi siempre sucede) no todo funcionó bien. En concreto, uno de los alumnos inscritos, un señor de cierta edad que había participado con interés en las reuniones anteriores, se encontró confundido ante los nuevos cambios del programa. Si no fuera por lo lamentable del resultado final (la persona en cuestión terminó por abandonar la actividad) la escena hubiera tenido su punto cómico. Todos los demás participantes lo veíamos y escuchábamos con claridad, pero por alguna razón él no lograba vernos ni escucharnos a nosotros. Tanto alumnos como profesor como un técnico virtualmente presente, asistíamos con impotencia a los frustrados intentos de nuestro compañero por encontrar en la nueva interfaz la manera de comunicarse, primero musitando con disgusto, y finalmente saliendo de la sesión en airada queja: “cambios, cambios, siempre cambios”.

Seguro que una escena de este tipo nos resulta familiar. Y probablemente el hecho de que su protagonista fuera “un señor de cierta edad” contribuye a esa familiaridad. Cámbiese por “un joven estudiante” o “un adolescente” y la anécdota parece menos reconocible. Al fin y al cabo, la imagen de una persona mayor pidiendo ayuda ante un cajero automático es todo un símbolo de los tiempos que corren, mientras que los que estamos en la mediana edad los utilizamos con tanta naturalidad que ni siquiera somos conscientes de la tecnología implicada. Por cierto, los más jóvenes, al parecer, ya ni siquiera los usan, pues los nuevos medios de pago están dejando obsoleto al dinero físico. “Cambios, cambios, siempre cambios”.

El cambio es consustancial a la naturaleza. Eso no es nuevo. Irónicamente, nada hay más permanente que el cambio, o con Heráclito, que nos antecedió por milenios, “no te bañarás dos veces en el mismo río”. Lo que sí es nuevo es la apología del cambio continuo y de la innovación constante, una retórica verdaderamente hegemónica que nos afecta a todos, con independencia de si uno es fanático o resistente. Y una retórica que se alía a la perfección con el uso pervasivo de la tecnología, hasta el punto de que no sabemos dónde empieza la tecnología y dónde la innovación. Esta alianza, por cierto, no es necesaria (una tecnología apropiada para sus fines puede permanecer inalterada durante largo tiempo), pero nuestra cultura tecnológica es una cultura de la innovación constante. Y esto tiene consecuencias prácticas que, como los cambios que incansablemente patrocina, también son nuevas. Y es que por mucho que el agua no sea la misma, podemos seguir bañándonos en el río de Heráclito siglos después. Pero nos actualizan el programa que hasta la semana pasada utilizábamos sin problemas y ya nos han liado. Ejemplo: el señor de arriba.

“Bueno, pues que espabile y aprenda a usarlo, ¿no?” Por supuesto. La capacidad de aprendizaje y adaptación al cambio también nos viene de la naturaleza. Si no, no estaríamos aquí. Pero me ahorro citar estudios de biología, neurología y otras ciencias para confirmar lo que nos dicen el sentido común y la experiencia más básica: que cuanto más joven es un organismo vivo, más fácil le resulta aceptar el cambio. A los árboles que crecen torcidos se les pone un palo para enderezarlos cuando su tronco es joven y tierno. De un árbol viejo y combado lo mejor que hacemos es no pasar por debajo por si acaso. Vale para los árboles, vale para las personas.

Otro lugar común de nuestro tiempo: “mi hijo (o nieto o sobrino) de cinco años (o siete o tres) sabe usar este nuevo aparato (o programa o dispositivo tecnológico de última generación) mejor que yo”. Lo habremos oído todos con relativa frecuencia, y aunque el comentario busca despertar fascinación en el interlocutor, en realidad no hay mucho misterio en eso. Los niños son pura ductilidad: un cerebro dispuesto a ser orientado. El cambio y la innovación no encuentra en ellos ninguna resistencia. De hecho, hay poco que cambiar y menos aún sobre lo que innovar. Unos años después, al adolescente el cambio constante le encaja bien con la sed de experimentación que corresponde a su etapa de evolución social y biológica. Avanzado el tiempo, es normal que la persona de mediana edad lo vea ya con cierta cautela: habituada a utilizar unos medios y obtener con ellos unos resultados, antes de abrazar un cambio se planteará el coste y el riesgo que implica. Si adaptarse va a ser muy exigente y no va a ganar gran cosa, parece más práctico continuar como estábamos. Y así seguirá la tendencia. Con el paso de los años el coste del aprendizaje es por regla general mayor y la ganancia prometida menor. O dicho en otros términos, conforme nos hacemos mayores tendemos a ser menos adaptables.

Esto es un hecho sin más que, como tal, no legitima un cuestionamiento de las capacidades esenciales del individuo. Un físico nuclear octogenario que forma una larga cola en el cajero sigue siendo un físico nuclear, aunque los que se impacientan detrás solo vean un abuelo torpe. El juicio peyorativo es insultante, y como suele suceder con los juicios peyorativos, pasa por alto la complejidad de los hechos. Porque, aunque la torpeza pueda ser una parte de la película, otra tiene que ver con la escasa motivación hacia el beneficio, supuesto o real, que genera la adaptación. Torpeza, sí, pero también justificada pereza. Hay que tener mucho cuidado con el paternalismo a la inversa, el que se practica por los jóvenes hacia los mayores. Un anciano puede ser lúcido y avispado y tener capacidad física e intelectual para realizar nuevos aprendizajes, pero ¿para qué exactamente? ¿con qué finalidad? ¿qué promesas de éxito, de nuevas experiencias, de promoción personal, ya no digo profesional, le ofrecen los cambios? Los publicistas se esfuerzan, pero no siempre les sale bien. Sus mensajes encajan mejor con los veinteañeros que con los octogenarios.

¿Y no se puede motivar igualmente a ambos grupos? Difícil. El jubilado que posa en la foto del anuncio con aspecto juvenil y aventurero refleja la imagen que el joven quiere tener de sí mismo cuando llegue a mayor, pero al verdadero jubilado le puede resultar más bien ridícula. Aunque la bisoñez viene de fábrica con voluntad de perpetuarse, es más cierto que juventud y senectud son energías vitales que tiran del individuo en sentidos opuestos. También de la sociedad, sostenía el filósofo Ortega y Gasset, quien hace cosa de un siglo testimoniaba hallarse en un momento histórico en que la juventud primaba sobre la senectud, y sospechaba (acertadamente, podemos decir hoy) que era solo el inicio de una tendencia que llegaría a dominar toda una época. Ortega, entonces persona de mediana edad, no veía con desprecio el movimiento hacia lo juvenil que mostraba la sociedad en los valores, en los intereses, en las modas. “La juventud, estadio de la vida, tiene derecho a sí misma; pero a fuer de estadio va afectada inexorablemente de un carácter transitorio”, escribía. “Si es falso que el joven no debe hacer otra cosa que prepararse a ser viejo, tampoco es parvo error eludir por completo esa cautela. Pues es el caso que la vida, objetivamente, necesita de la madurez; por tanto que la juventud también la necesita”. Y concluía con una advertencia: “La juventud de ahora, tan gloriosa, corre el riesgo de arribar a una madurez inepta”[1].

Esa ineptitud es auto-iniflingida, porque no tiene tanto que ver con el decaimiento natural del cuerpo, como con las condiciones de vida creadas por una sociedad que se quiere considerar a sí misma rabiosamente joven. Y esa ineptitud cobra hoy ante todo la forma de inadaptación tecnológica, actualizando con creces la advertencia de Ortega. El asombro y la pasión por lo técnico son rasgos típicamente juveniles. Un mundo fascinado por el irrefrenable avance de las mil formas de la tecnología y su frenética dinámica de cambio constante va en contra tendencia al ritmo propio de la evolución individual. Es un mal calendario que nos pone frente a un problema social y ético de primer orden. La soledad y la alienación, que no son extrañas a la vejez, agravan sus formas, con serias consecuencias prácticas en el día a día de las personas, de las que los ejemplos del cajero y de las reuniones on-line son solo un par de muestras, y no de las más trascendentes.

Estas consecuencias tienen un evidente componente generacional, cuyo alcance aún no se conoce. Como mínimo, el problema afectará de lleno a las generaciones que ahora envejecemos tras haber crecido en un mundo analógico. Pero una cuestión que queda abierta es la de si el indigenismo digital de los que vienen por detrás les equipa con una capacidad ilimitada de adaptación al cambio durante toda su vida (una vida, por cierto, y no es detalle baladí, que se espera sea sensiblemente más longeva que la actual). La pregunta es: cuando llegue a viejo, ¿seguirá el nativo digital desempeñándose con el desparpajo del adolescente ante cada cambio tecnológico que se le presente? Aunque la respuesta fuese afirmativa seguirán en el brete las generaciones anteriores. Pero si es negativa, es decir, si con su tozudez milenaria la biología sigue reafirmando sus fueros sobre la técnica, entonces el problema es aún más profundo, una verdadera crisis de especie en la que estaremos añadiendo a los sinsabores propios de la avanzada edad, las consecuencias sociales, emocionales y puramente prácticas de la inadaptación tecnológica. Ante cuál de los males nos hallamos es algo que solo el paso del tiempo nos dirá. Paciencia; virtud de madurez.

Autor:

César Arjona

Profesor Legal Ethics

Autor sección Legal Ethics and Technology en The Technolawgist


[1] En artículo publicado en el periódico El Sol el 19 de junio de 1927.

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